quinta-feira, 25 de fevereiro de 2010

Hojoki

V


Después,
( fue en la era de Yowa?
Hace tanto tiempo que ya no recuerdo bien )
el hambre que duró dos años completos
trajo penas y miserias.

En primavera y verano
había sequía.
Luego en otoño,
inundaciones y tempestades.

Estos terribles acontecimientos
se sucedieron uno tras otro.

Por ultimo, se malogró la cosecha de grano.

El pueblo aró en primavera
y plantó en verano,
mas todo esfuerzo se perdió.

No hubo algazara jubilosa
de cosechar en otoño
y cobrar en invierno.

En todas las regiones,
unos abandonaron sus tierras
para cruzar las fronteras,
y otros dejaron sus casas
para vivir en los montes.

Muchas plegarias se elevaron,
los ritos especiales se cumplieron,
mas sin señal de un milagro.
Kyoto se ha apoyado siempre
en el campo.

Ahora el suministro se ha suspendido
y presto se perdió toda dignidad.

Sin ánimo de soportar más,
la gente vendió sus tesoros
con deprecio del valor.

Hubo pocos interesados en tratos
y, si los hubo,
el grano valió
más que el oro.

Pordioseros abundaban en las calles;
el clamor de sufrimiento y de tristeza
llenó el aire.

De esta manera, ese año
finalizó en vicisitudes.

Se abrigaba la esperanza
de que las cosas mejorarían
en el año siguiente.

Luego, por añadidura
se desató una epidemia
y las desdichas se agravaron
sin indicios de recuperar
la propia vida cotidiana.

Todo el mundo sufría de enfermedad y hambre.
Con el paso del tiempo
la indigencia se extremaba.
La gente angustiada parecía como peces
que saltan cuando el agua se agota.

Las personas decorosamente vestidas,
con sombreros y polainas,
iban de casa en casa
mendigando desesperados.

La gente, débil y atontada,
movida de necesidad,
vacilante, parecía que caminaba
mas de pronto se caía.

Así numerosas personas
murieron de hambre
y yacían en las calles
y al pie de los muros.

Sin recursos para remover los cuerpos,
fétidos olores llenaron el ambiente.
Fue un horrible espectáculo observar
cómo se corrompían estos cadáveres.

En la orilla del río todo fue peor.
no había espacio siquiera
para pasar un caballo o un coche.

Hambrientos también los leñadores,
escasearon las leñas.

Sin auxilios que esperar,
algunos derribaron sus casas
y llevaron las maderas al mercado.

Se decía que el valor
de las maderas
no era suficiente
para vivir un día.

Me intrigó entonces
encontrar leñas pintadas en parte
de bermejo o de pan oro.

Inquirí y descubrí
que alguien, sin otro remedio,
se había obligado a irrumpir
en los templos,
robar las imágenes de Buda
y los muebles de sus salones
para despedazarlos y venderlos.

Que tiempo tan inmundo y pecaminoso
me tocó vivir
para presenciar tantas miserias!

También vi muchos otros escenarios
que me llenaron de conmiseración.
-Las parejas que se amaban
el hombre o la mujer con más profundo amor
siempre moría primero.

Pues, por amor,
se abstuvieron para sí
y dieron las exiguas comidas
a sus seres queridos.

En familias,
los padres fueron los primeros
en perecer.

Había bebés tendidos
que todavía mamaban
sin saber
que sus madres y habían muerto.

El monje Ryugyo-hoin
del Templo Ninna
sintió profunda piedad
por la multitud moribiunda.

Cuando vio a los que agonizaban
ejerció los últimos ritos
marcando el santo signo
en sus frentes.

Para llevar la cuenta de los muertos
los contó en los meses de abril y mayo.

En las calles de Kyoto
al sur de Ichijo y al norte de Kujo,
al oeste de Kyogoku y al este de Suzaku,
los cadáveres sunaron
más de cuarenta y dos mil.
Esto sin contar
a muchísimos
muertos antes y después.

Unidos a éstos, los muertos
En la orilla del río,
Shirakawa, Nishi-no-Kyo,
otras tierras cercanas
y las provincias
a lo largo de las siete carreteras,
el número sería muy grande.

He oído comentar además
de otra igual calamidad
ocurrida en el pasado
en los días del emperador Sutoku,
en los años de Chosho.

Mas no viví
en aquel tiempo.

Sólo sé que
yo había presenciado
algo extraño y aterrador.


VI

Poco antes o después
un gran terremoto
sacudió la tierra.

Esto también fue
un suceso extraordinario.

Se derrumbaron las montañas
y se llenaron los ríos.

Se agitaron los mares
e inundaron la tierra.

La tierra se hendió
y el agua salió a borbotones.

Las grandes rocas se quebraron
y rodaron abajo
hasta los valles.

Las barcas que pasaban cerca de la costa
quedaron a merced de las olas.

Los caballos en las calles
tropezaron al andar.

En las a fueras de la capital
ni un templo ni pagoda
quedó intacto.

Unos se desplomaron
y otros cayeron.

Se levantaron el polvo y las cenizas
en vehemente humareda.

El temblor de la tierra
y el derrumbe de las casas
sonaran igual que truenos.

Los que quedaban en casa
serían aplastados.

Afuera, la tierra estaba agrietada.

Sin alas
no se podía volar.
Sólo un dragón
hubiera podido montar en las nubes.

El terremoto, en verdad,
es lo más terrorífico del mundo.

El único hijo de un guerrero,
de seis o siete años de edad,
jugaba bajo el techo de una tapia,
haciendo una casita.

La tapia se derrumbó de pronto
y el niño quedó atrapado,
enterrado y desfigurado,
con los ojos bien saltados.

Dio lástima ver a los padres
que lo abrazaron
y lloraron a grito herido.

Conmovido comprendí
Que aún soldado más valiente
no le importa la opinión ajena
cuando pierde un hijo.

Entretanto cesaron los temblores violentos,
los secundarios continuaron.

Todos los días sacudieron
veinte o treinta temblores,
cada uno de tal magnitud
que atemorizaría en tiempos normales.

Después de diez o veinte días
comenzaron a calmarse.

A veces se sucedían
cuatro o cinco temblores,
luego dos o tres,
y después cada vez menos.

Estos movimientos secundarios duraron
por tres meses.

De los cuatro elementos,
el agua, el fuego y el viento
causan siempre grandes daños,
mas la tierra no causa catástrofes
con frecuencia.

En tiempos pasados,
en los años de Saiko,
sacudió un terremoto,
que ocasionó la caída de la cabeza
del Gran Buda del Templo de Todaiji
y muchas otras cosas de horror.

Por lo que he oído, sin embargo,
aquél no fue tan grande como éste.

Durante algún tiempo,
la gente habló
de las vanidades de esto mundo,
y parecía que renunciaba un tanto
a las pasiones mundanas.

Mas pasaron días y meses,
y años,
los comentarios se disiparon,
y todo quedó en olvido.

(…)

Kamo-no-Chomei – 1212
Traducción: Matsuro Ito
Hojoki – 1° ed.- Buenos Aires: Emecé Editores, 2009


VII

Así como hemos visto,
nuestra vida es dura
en este mundo.

Nosotros y nuestras casas
también somos vanos y efímeros.

Inagotables angustias manan
del lugar de residencia
e del rango social.

El hombre humilde
Que vive al lado de um hombre de poder
no puede festejarse a rienda suelta,
aunque este alegre.

Aun cuando tenga
una tristeza insoportable
no puede llorar a gritos.

Su aire ansioso,
su conducta siempre amedrontada,
son los de um gorrión
que se acerca al nido de um halcón.

El hombre pobre
que vive al lado del rico
se avergüenza de su apariencia miserable. .

Sale y entra em su casa
dia e noche
de um modo humillado.

Advierte la envidia
de su mujer, de sus hijos y de sus sirvientes.

Se entera de que los ricos les desprecian
y su alma se inquieta.

Nunca jamás
podrá encontrar la paz.

Si uno vive entrela muchedumbre
no puede huir
cuando estalla um incêndio.

Si vive alejado de los demás,
viajar es molesto
y el peligro de asaltos acecha.

Los poderosos son avaros.
Los que están solos sin valimiento
serán siempre desdeñados.

Hombres de gran fortuna
tienen mucho que temer.

Aquellos que no la tienen
conocen sólo el resentimiento.

Si confia em el favor de otros,
será sometido por ellos.

Si cuida a otros com afecto,
será esclavo
du su própria ansiedad.

Si se conforma com ell mundo,
será atado de pies y manos.

Si no le obedece,
será considerado um loco.

De allí me preguto:
Dónde debemos vivir?
Y cómo?

Donde buscar refugio
y descansar un rato?

Y cómo podemos hallar la paz
siquiera fugaz
en el alma?


VIII


En cuanto a mi
heredé la casa
de la madre de mi padre.

Vivi allí por mucho tiempo
luego se rompió el parentesco
y la suerte me vino a menos.

Los recuerdos fueron gratos,
mas no pude permanecer em la casa
y después de treinta años de edad,
hice por mi mesmo una vivienda
de um décimo del tamaño
de la casa anterior.

Fabriqué una simple habitación,
no uma casa digna.

Logré apenas levantar los muros,
y no tuve como hacer um portón.

Sembré postes de bambu
para abrigar mi coche.

Cada vez que nevaba
o el viento se agitaba,
mi casa estaba insegura.

Como estaba cerca del río,
se temia siempre
el peligro de inundaciones.
Además merodeaban allí
los bandidos.

De esta manera,
con desasosiego y desazón
luché por treinta años
en este mundo despiedado.

En esse transcurso,
mis mejores intenciones se frustaron,
y caí em cuenta
de mi desventurada fortuna.

Por lo tanto,
en mi quincuagésima primavera
abandone la casa
y me retraje del mundo.

Em todo caso, no tênia mujer ni hijods,
ninguna família que añorar.

No teníaa rango
ni ingressos,
entonces, para que apegarme al mundo?

Falto de realidad, em vano,
me acosté em el monte Ohara,
haciendo de las nubes mi almohada,
y unas cinco primaveras
y otoños transcurrieron.

Bien entrado em mis sesenta,
cuando el rocío de vida desvanece,
hice uma choza pequeña,
una hoja de la cual
las últimas gotas podrían caer.

Fui como um errante viajero
que labraba um albergue para dormir la noche,
um viejo gusano de seda
que hilaba su último capullo.

A diferencia de la casa de mi mediana edad,
ésta no llegaba a su centésima em tamaño.

Em verdad,
soy cada vez más viejo,
y mis casas cada vez más pequeñas.

Mi casa no es común, además,
no se parece a otras.
Três por três metros de ancho
y apenas dos metros de altura.

Resuelto a no resisir
en um lugar determinado,
no me posesioné del terreno.

Armé tablas sobre el suelo
y las cubrí de um modo natural,
las junturas atadas
con pasadores metálicos.

Así puedo moverme com facilidad
si pasa algo que me incomode.

No molesta reconstruirla,
pues cabe em dos coches,
y no custa más
que los honorários de um carretero.

(...)





Kamo-no-Chamei - Hojoki VII e VIII
________________________________________


IX


Estoy oculto en lo profundo
de los montes de Hino.

En el lado este
agregué un cobertizo
de un metro de ancho,
y uso el espacio de abajo
para cortar y quemar leñas.

En el lado sur
extendí una estera de bambú,
y a su oeste
un anaquel para la ofrenda.

Al norte,
detrás de um biombo
la imagen de Amida
y a su lado Fugen.
Frente a ellos
el Libro Sagrado de Hoke-kyo.

Al lado este,
la cama de helechos
para reposar em la noche.

Em el suroeste,
colgado, un estante de bambú
con tres cestas negras forradas de cuero
que guardan extractos de libros de poesia y musica
y obras como Ojo-yoshu.

Junto al estante,
contra la pared,
um koto y uma biwa,
conocidos como el koto “plegable”
y la biwa “ensemblada”.

Así es mi humilde morada
en este mundo.

Afuera, en el sur,
cañerís de bambú
y un estanque de piedra
para almacenar agua.

Un bosque cercano
abastece de ramas y leña
en abundancia.

Los montes se denominan Toyama,
y las plantas trepadoras
hacen sombra en los senderos.

El valle está espeso de árboles,
mas el cielo de occidente despejado
semeja un faro de luz para la meditación.

En primavera,
las glicinas rizando en olas,
florecen en el oeste,
como la sagrada nube purpúrea,
compañera de Amida.

En verano, los búhos.
Cada vez que charlan, les suplico
que me prometan ser guías
en los caminos montañosos
de la muerte.

En otoño,
las voces de las cigarras vespertinas
llenan el oído.

Parecen llorar
la cáscara de este mundo.

Y en invierno
Nieve!
Se acumula como pecados humanos
y se derrite,
en expiación.

Cuando no estoy de humor para orar
Ni leer el Libro Sagrado
prefiero descansar.

Puedo ser holgazán si así deseo
nadie me lo impide aquí,
ni hay nadie a cuyos ojos
me sentiría avergonzado.

No he hecho votos de silencio,
por fuerza los cumplo,
ya que estoy solo.

No me inquieto
por obedecer los mandamientos
Pocas oportunidades hay
de romperlos aquí!

Por la mañana,
cuando mi espíritu está pleno de
“la estela de cresta blanca
que se deja a la popa”
contemplo los barcos
que navegan por Okanoya
y escribo al modo de Manshami.

Al atardecer,
cuando el viento mueve
los árboles katsura
y hace sonar sus hojas,
pienso en el río Jin-yo
y pulso la biwa, imitando a Gentotoku.

Cuando tengo ánimo,
repito varias veces,
el “Canto de las Brisas de Otoño”
al compás del viento en los pinos
o el “Agua Florida”
al ritmo del riachuelo.

Aunque soy poco hábil,
no toco para complacer
el oído de otros.

Toco la biwa sólo para mí
y canto
para alimentar mis emociones.

Al borde de la montaña
hay una modesta choza
hecha de malezas
donde habita el guardabosque.

Allí vive también un niño
que de vez en cuando me visita.

En ratos de ocio
paseo con este compañero.
Él tiene diez años de edad
y yo sesenta.

Aunque la diferencia es grande,
nos deleitamos igual.
Juntamos brotes
y recolectamos hierbas y bulbos.
Vamos también al arrozal
al pie del monte,
recogemos espigas caídas
y tejemos diferentes figuras.

Si es un día luminoso,
subimos a la cumbre del monte
y contemplamos el cielo
por encima de la capital.

Podemos divisar los montes de Kowata,
Fushimi, Toba y Hatsukashi.

Un paraje de belleza
no tiene dueño,
por ello no hay nada
que nos impida gozarlo.

Cuando estamos en forma,
con deseo de ir más lejos,
caminamos por los montes
a través de Sumiyama,
pasando Kasatori,
visitamos Iwama,
y peregrinamos a Ishiyama.

Nos abrimos paso
por los campos de Awazu,,
visitamos la casa antigua
del poeta Semimaru,
o cruzamos el río Tagami
para ir a la tumba de Sarumaro.

En el camino de regreso,
según la estación del año,
juntamos flores de cerezo,
hojas de arce, helechos
y recogemos nueces
como ofrenda,
o los llevamos a casa.

En las noches serenas,
mirando la luna
por la ventana
evoco a los viejos amigos.

Escucho
los plañidos lejanos de los monos
y las lagrimas humedecen mis mangas.

Las luciérnagas entre las hierbas
semejan fogatas
de los remotos pescadores de Makinoshima.

La lluvia matutina
se siente como una tormenta
que golpea las hojas.

Cuando oigo
melodiosos cantos de faisanes,
los confundo con las voces
de mi padre y de mi madre.

Cuando los ciervos bajan de las cumbres
y mansos se acercan a mí,
pienso cuán lejos estoy
del mundo.

Al despertar en las noches de invierno,
atizo los rescoldos de las cenizas
y los convierto en mis amigos.

Las montañas no me atemorizan,
no son tan profundas,
y disfruto de los ululatos de las lechuzas.

En cada estación que pasa
la gracia de la montaña ofrece
su encanto infinito.

Un hombre más instruido y reflexivo
disfrutará de una mayor fascinación.


X


Cuando me mudé aquí,
no tenía intención de quedarme tanto tiempo
y ya han transcurrido cinco años.

Este albergue de paso
se ha convertido en mi hogar.

Las hojas secas se amontonan el tejado,
el moho se cría en el suelo.

El rumor ocasional que llega de la capital,
mientras yo estoy escondido aquí en los montes,
me dice que muchos señores ilustres han fallecido;
también otros de menor rango
cuyo número nunca llegaremos a saber.

Cuántas casas, además, se habrán quemado
por los frecuentes incendios?

Mas mi pequeña choza
es tranquila y plácida
y no causa desasosiego.

Aunque es angosta,
Tiene espacio para dormir de noche
y sentarme de día.

No falta nada
para alojar un hombre.

El cangrejo ermitaño prefiere una concha pequeña
a sabiendas de sus necesidades.

Las águilas pescadoras viven en la costa rocosa
por temor al mundo de los hombres.

Soy igual que ellos.
Conozco mis necesidades
y conozco el mundo.

No codicio nada,
ni tengo ansias de ganar nada.

Sólo deseo la quietud
y mi felicidad es
estar libre de preocupaciones.

La gente de este mundo
no construye casas
para sus propias necesidades.

Las construye
para sus esposas, hijos y deudos,
o las construye para sus vasallos
y amigos.

Algunos construyen casas
para sus señores y maestros,
para sus tesoros,
y hasta para sus bueyes y caballos.

He construido la casa
sólo para mí,
no para otras personas.

Pueden preguntarme por qué.

El mundo de hoy tiene sus maneras
y yo las mías.

No tengo con quien compartir la vida
ni sirviente en quien confiar.
Si tuviera una casa más grande,
a quién recibiría
a quién tendría yo que viviera aquí?

La gente busca
en sus amigos
cierta opulencia y afabilidad.

No siempre ama
la honestidad y la sinceridad.

Entonces, más vale encontrar amigos
en la música, las flores o la luna.

Los sirvientes valoran premios ostensibles
y recompensas dadivosas.
No aspiran atenciones, consideración,
tranquilidad ni paz.

Entonces, mejor ser uno su proprio sirviente
De qué manera?

Cuando hay algo que debo hacer,
empleo mi cuerpo.
Esto cansa, pero es más sencillo
que valerse de otra persona
y quedar en deuda.

Cuando necesito caminar,
uso mis pies.

Es también duro, pero menos duro
que preocuparse por tener el caballo y la silla,
el coche y el buey.
Divido ahora mi cuerpo
y le doy un doble fin.
Las manos son mis sirvientes
y las pernas mi coche.

Estoy satisfecho con uno, y con el otro.

Mi corazón conoce
el limite de mi fuerza,
y me hace descansar si estoy fatigado.
Trabajo de nuevo cuando me siento bien.
Utilizo mi cuerpo,
mas nunca en exceso.
Por lo tanto,
aún cuando cansado,
no me angustio.
Caminar siempre,
trabajar siempre
mantiene sano el cuerpo.

Por qué descansar sin necesidad?

Usar a otros es una ofensa.
Por qué deseo usar a otra persona?

Lo mismo da
con la comida y la ropa.

Mi ropa es de arrurruz
y me cama es de cáñamo.
Me las arreglo con lo que encuentro
para vestirme.

Las aulagas del campo
y las bayas de los montes
es todo lo que necesito
para subsistir.

Como no me relaciono con la gente,
no ve avergüenzo ni me arrepiento
de mi apariencia.

Mi comida es siempre frugal,
cualquier bocado me sabe exquisito.

No hablo de estas delicias
para reprochar a los ricos.

Sólo comparo mi vida pasada
con la presente.

Desde que me aparté del mundo,
no siento rencor ni temores.

Me he abandonado a la suerte.
No cuido mi vida ni temo la muerte.

Mi vida es una nube errante.
No deseo la fortuna
ni me quejo de la mala ventura.

El mayor gozo de la vida está
en la almohada de dormitar,
y el anhelo de vivir permanece
en los hermosos paisajes que he visto.


XI


La realidad de esto mundo
viene de la mente.

Se la mente no se halla en paz,
para qué sirven las riquezas?
El palacio más grande
nunca será placentero.

Amo mi morada solitaria,
esta choza
de una sola habitación.

A veces, cuando voy a la capital,
me entero de que parezco
un monje pordiosero.

Pero cuando regreso a mi morada,
compadezco a los que persiguen
el polvo mundano.
Si duda de mis palabras,
observe los peces y los pájaros.

Los peces no se hartan del agua,
mas nadie puede imaginar
la felicidad del pez,
si no conoce su alma.

Los pájaros necesitan del bosque.
Si uno no es pájaro,
Como saber la verdad
de su pensamiento?
Cómo podríamos sentir
el placer de una vida tranquila
sin vivirla?


XII


La luna de mi vida se está poniendo,
Está por hundirse ya
detrás de los montes.

En cualquier momento
puedo descender a la oscuridad
del río abajo.

Con qué objeto me desato
en esta discusión?

Budo enseño:
no debemos apegarmos a nada.

Entonces mi amor a esta choza
es un apego.

Complacerme
en la quietud y la serenidad
debe ser también un apego.

Por qué, entonces, distraer el tiempo,
hablando de placeres inútiles?

El amanecer es apacible.
He meditado mucho
sobre la sagrada enseñanza
y me he preguntado.

No has dejado el mundo
para vivir en el bosque,
calmar tu mente
y andar el camino de Buda?

Sin embargo,
aparentas ser un monje,
y tu corazón está manchado de pecados.

Tu vivienda está hecha
a imagen de la choza de Vimalakirti.
Mas tu conducta no se iguala
ni con la del joven Sudhipanthaka.

Es que tu indigna vida,
tal vez como consecuencia
de los actos pasados
te atormenta ahora?

O tus malos pensamientos,
extremados,
te han vuelto loco?

A estos preguntas
no ha contestado
mi corazón.
Por lo tanto
hago uso de mi pobre lengua
para decir un par de oraciones
a Amida y luego
silencio.


Kamo-no-Chomei – 1212
Traducción: Matsuro Ito
Hojoki – 1° ed.- Buenos Aires: Emecé Editores, 2009

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